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Era martes

Aunque realmente eso no importaba. Es un mero detalle que no marca el devenir de la historia. Podía suceder cualquier otro día. Eran todos iguales.

Había perdido su trabajo, su mujer, su hija, su vida. Ahora todos los días son como el anterior, y como el siguiente. No, esto no es otra mierda de lunes al sol. Esto es el día siguiente, el martes. Aunque ya os digo, no importa que día sea.

Pero sucedió un martes. Un martes de septiembre.

Apenas dormía, así que no se molestaba en hacer la cama, ni en tumbarse en ella. Por lo general se quedaba dormido incómodamente en el sofá sobre el mando de la TV, o sobre un libro, o ambos. Tampoco importa. Pero ayer si se quedo dormido. Quizá fue el sueño acumulado, pero de un modo u otro, se dejo caer sobre la cama, quizá fue el olor de las sabanas sucias lo que le noqueo, pero de un modo u otro, se quedo dormido durante toda la noche.

El sol le quemaba la cara, y penetraba lentamente contra sus parpados cuando decidió levantarse la cama. Asomarse por la ventana y ver como la ciudad, debajo suya, aun no tenia vida. Era demasiado pronto. Encendió la radio y no había locutor en ella. Siting here all alone, era la melodía que sonaba en no se que emisora pero debía ser onda media.

Dudo por un instante, las ventanas siempre le susurraban que un salto seria un cómodo e inevitable final. Hoy tampoco le terminaban de convencer, prefería subir el volumen de la radio. E ir hacia la ducha. Un grito le recordó que el agua caliente se había estropeado hace una semana y el chorro frío que le partió por la mitad, quizá, fuese un buen motivo para despertarse del todo.

Poco a poco pareció darse cuenta de cómo había degenerado todo, su alrededor, el mismo. No le importo. Ni el moho de la cortina de ducha, ni el oxido del grifo, ni las arrugas de su cara. Prefirió seguir, no frenar la inercia que el chorro de agua fría le había dado. Vestirse, sin importarle que estuviese limpio y planchado. Tenia que seguir. Desayunar, no, desayunar no, por que la fecha caducada de los alimentos le daba tanto miedo como el canto de sirena de las ventanas. Decidió bajar al bar. Café, solo, tostada, aceite, gracias. Y a seguir.

Sin perder el ritmo ni ganar vergüenza, a quien le importa que lleve la camisa arrugada, los pantalones sucios o los calcetines no hagan juego. Lo importante es que vuelve a estar en la calle. Que el sol quema sus pupilas acostumbradas al brillo del televisor y el calor del flexo.

La calle habla, y se ríe. Y el también. Una risa histérica que confunde llanto con alegría, tristeza con carcajadas.

Pero hasta que no piso un charco de, esperemos que, agua no se dio cuenta de que había salido descalzo.

Aethern


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